sábado, octubre 29, 2005

En caso de emergencia... nada como Ibargüengoitia


El otro día amanecí de malas. Nada en especial, que es lo más desesperante. Sí se te poncha una llanta del coche, o te quedas sin gas en casa, o recibes una llamada no deseada, pero no había ninguna razón, lo que hacía mi estado de ánimo más insoportable e inútil.
Un amigo me sugirió leer a Ibargüengoitia. Encontré una página y me puse a leer sin mucha convicción.
Empecé por el cuento "La mujer que no". En este cuento el narrador se encuentra causalmente con una mujer que conoció hace años.
Leía sin disfrutar mucho, a pesar de la descripción del encuentro:
"Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también."
La despedida después de este primer encuentro me empezó a animar...
"La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. '¿Te veré?' 'Nunca más.' 'Adiós, entonces.' 'Adiós.'
... especialmente cuando cuatro renglones más adelante escribe
"Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: 'Búscame mañana, a tal hora, en tal parte'; y desapareció."
Pero quién puede resistirse a frases como:
"Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad."
Al terminar el primer cuento me sentía mejor. Entonces comencé "La vela perpetua". Las descripciónes que Ibargüengoitia hace de los protagonistas son encantadoras:
"A Julia le gustaban los hombres esmirriados y muy cultos, así que me consideraba un ingenierote bajado del cerro a tamborazos. Yo, por mi parte, pensaba que a ella le faltaban pechos, le faltaban piernas, le faltaban nalgas y le sobraban dos o tres idiomas que ella creía que hablaba a las mil maravillas."
El cuento trata sobre la relación entre estos dos personajes. Los dejo que lo lean, pero por si no he logrado despertar su curiosidad, agrego una ida al confesionario del narrador:
"Cuando vi que aquello no llevaba buen camino, me arrepentí de mis pecados, fui a San Patricio y me confesé con un padre que estaba en un confesionario que decía 'Confesiones en Español'.
—He deseado a una mujer casada —dije
—No es muy serio —me dijo el padre—. Tres Aves Marías."
Y una segunda ida al confesionario días después:
"Esa misma tarde fui otra vez a San Patricio, me equivoqué de padre, me confesé con uno americano y le dije:
—He deseado a una mujer casada.
Me regañó como si nunca hubiera sabido de un hombre que deseara a una mujer casada.
—No puedo darle la absolución si no me promete... —no recuerdo qué fue lo que tuve que prometerle para salir de allí absuelto."

Sin duda Ibargüengoitia hizo que mi día fuera diferente. Espero que disfruten la recomendación. O que la dejen por ahí pendiente para un caso de emergencia.

sábado, octubre 22, 2005

Tonterías de sábado


Hay sábados en que no tengo ganas de nada. Camino por el día despacio, sin energía, y hago lo menos posible. No voy a la tintorería, ni al súper. Tampoco voy al sastre ni al relojero a recoger los aretes que dejé arreglando.

El día transcurre despacio, pero no tanto como quisiera. Me gustaría sentarme a ver pasar los minutos y contar los segundos: alargar el sábado. Siento que necesito tiempo para componerme y reacomodar mi corazón. No me siento especialmente triste pero tampoco contenta. A veces creo que  estos días evito sentir para no correr el riesgo de caer en una tristeza irremediable. Tal vez por eso no hago mucho, para no sentir, aunque el costo sea el no vivir demasiado el día.

Y llega la noche y quisiera detener el sábado, no quiero que se acabe, no quiero pasar otro día sin hacer algo significativo, pero no logro detener el tiempo. El tiempo que se empeña en decirnos que él maneja nuestros días y nuestras horas, por lo menos en esa dimensión suya de tiempo. El tiempo que marca los cambios de estación y deja trazos en el cuerpo y en la cara. Trazos que no reconocemos al vernos en el espejo, pero que acabamos viendo por comparación con fotos viejas.

No quiero que termine el sábado. Quisiera que me diera tiempo de ver por lo menos 10 películas y leer 5 libros. De escribir una novela, de hacer borradores de tres o cuatro cuentos, de hacer una comida completa y sentarme en la terraza a ver las estrellas. Quisiera que la noche no llegara, no todavía, no la de este sábado.

O tal vez lo que quiero es vivir una vida de sábados infinitos.

jueves, octubre 20, 2005

Despertando

Sé que cada minuto que siga tomando café y leyendo hará que tenga que correr para estar lista a tiempo, probablemente no me dé tiempo de desayunar. Pero el café está tan rico que no quiero apresurarme, todavía no. Sigo disfrutando de un despertar lento, donde los sueños se van deshaciendo poco a poco y no de golpe como hacen los despertadores. Dejo que el líquido obscuro recorra despacio y me vaya desperezando al mismo tiempo que me estiro en la cama y leo.

Me esperan juntas latosas y de flojera absoluta. Tomo un último trago. No hay remedio, se acabó, habrá que esperar otras 24 horas para otro café tan rico.

martes, octubre 18, 2005

Pertenencias

Y cuando vengas a regresar lo que te robaste, quiero que te lleves algunas de tus cosas: unas palabras y frases que no eran mías y me estorban, no sé dónde ponerlas, no caben en ninguna oración; la silueta de la silla vacía que el sol de mediodía refleja en la terraza; el huequito que dejaste en el sillón y se ilumina con el sol de la mañana; el olor a ti que llena el baño cada vez que abro la regadera.

Ah, y se me olvidaba pedirte de regreso la sensación de bienestar del despertar los sábados sin prisa. Acuérdate, esa siempre fue mía.

domingo, octubre 16, 2005

Olvidándote

Te he ido soltando. A diario lo hago, al no hablarte, al no buscarte, al no saber de ti. Pero alguna tarde al estar lavando platos o cuando tengo las manos ocupadas, se cuela la sensación de un recuerdo por el hueco detrás de la rodilla. Y de repente nos veo caminando en una calle llena de nieve, o abriendo una botella de vino para la comida o sentados uno al lado del otro viendo una película. Sin darme cuenta me dejo sorprender por tus ojos viéndome.

Quiero recuperar todo lo que te llevaste: el sabor del café de las mañanas, algunas palabras que me hacen falta, el olor de la lluvia antes de que caiga, el azul del cielo de invierno, una risa fácil, los nombres de las constelaciones.

Y es entonces que añoro olvidarte.

sábado, octubre 08, 2005

Uno viejito



Les dejo un cuento viejito. Aunque hoy al releerlo quisiera hacerle cambios, lo dejo tal como salió hace algunos años. La foto me la prestó Pablo, que para los pocos que no lo conozcan les digo que es un maravilloso fotógrafo y cuentacuentos. Gracias Pablo, es perfecta.


Garza Valdez


Nos empacaban en el tren en la estación de Monterrey. El recorrido era caluroso, lento y terroso, según decían los adultos para no ir. Nosotros no sentíamos el calor, ni nos molestaba el polvo mientras fuéramos todos juntos, y en el camino hubiera paletas heladas, sodas, obleas y glorias.
Las bancas del tren eran de madera, una enfrente de la otra, donde cabían dos personas adultas. Al principio del recorrido casi siempre había lugares vacíos, pero en algunas paradas subía tanta gente que se acomodaban hasta cinco o seis por asiento. En cada pueblo había golosinas nuevas que comprábamos desde la ventana.
Al llegar al lugar de nuestro destino teníamos las maletas listas en la puerta, la parada era una de las más cortas. En la estación -un cuartucho donde llegaba el correo y vivía el encargado en turno- nos esperaba Don Cruz, uno de los empleados de los abuelos que, con ese aire callado de la gente de rancho, la forma en que pestañeaba y fruncía la boca, nos daba a entender que se alegraba de vernos.
El pueblo estaba construido alrededor de las vías de ferrocarril; con sólo cruzarlas llegábamos a la casa en que pasaríamos nuestras vacaciones.
La abuela nos esperaba atrás del mostrador de la tienda y, sin moverse, nos daba su habitual bienvenida: un discurso sobre lo que debíamos y no debíamos hacer. El abuelo normalmente andaba en el rancho y lo veríamos hasta la hora de la cena.
Don Cruz nos ayudaba a cargar las maletas y a instalarnos en las habitaciones del fondo, las que habían sido de nuestros padres -o tíos, según el caso. En el camino cruzábamos la recámara de la abuela -la cual estaba al lado de la habitación del abuelo-, y una serie de cuartos más o menos vacíos que no se utilizaban. Las camas eran altas, de latón, y tenían una estructura para colgar los mosquiteros. En los burós había quinqués y abajo de la cama bacinicas que en las mañanas despedían un olor agrio.
El baño era de pozo y estaba en el traspatio. Procurábamos acordarnos de llevar el rollo de papel, pues de otra forma teníamos que usar los pedazos de periódico que estaban ensartados en un clavo en la pared de madera. Para llegar, se pasaba por la cocina, el corral de las gallinas, el traspatio –que dos veces por semana se convertía en cine-, el cuarto de la regadera y una cochera improvisada. Si era la hora en que se preparaba la comida, era mejor tomar el camino largo a través de la tienda para evitar ver cómo mataban o desplumaban al animal que luego veríamos en el plato.
La mayor parte de los días, los niños se iban al rancho con el abuelo, a las niñas sólo nos llevaban cuando marcaban el ganado nuevo. El resto del tiempo, nosotras jugábamos a ayudar a la abuela en la tienda, despachando cuartos de manteca, petróleo, azúcar y frijol, mientras nos comíamos todos los dulces y cacahuates posibles. En aquellos raros momentos en que la abuela dejaba su lugar en el mostrador, corríamos al fondo de la trastienda, vaciábamos el agua de las charolas de hielo para llenarlas de soda, seguras de que podríamos hacer una especie de nieve. Pero como el refrigerador era de gas, el proceso era muy lento y nuestra paciencia nunca fue suficiente.
Con la esperanza de que dejáramos el agua congelada en paz, la abuela nos mandaba a comprar yukis. Cada quien llevaba su vaso de plástico, y mientras raspaban el hielo, escogíamos de entre una docena de sabores el jarabe con el que cambiarían el color del granizo artificial.
El tren de pasajeros era el único que paraba en el pueblo en su camino entre Monterrey y la costa, siempre llevándose a más gente de la que traía. Los de carga, aunque pasaban en ocasiones hasta tres veces al día, nunca se detenían. Para nosotros era un evento el paso del tren, por lo que cada vez que se oía el silbido, dejábamos todo y corríamos a la ventana más cercana para contar el número de carros, incluyendo la máquina y el cabús amarillo.
Cuando las provisiones de dulces se veían notablemente reducidas, la abuela nos daba un peso a cada quien y, en compañía de una de las sirvientas, atravesábamos las vías del tren para comprar barro transformado en todas las miniaturas posibles: cazuelitas, platitos, tacitas, cucharitas, animalitos. Para mala suerte de la abuela pasábamos más tiempo en escogerlas que jugando con ellas, pues pronto nos encontraba de nuevo en la tienda.
Algunos días nos llevaban a bañarnos al río. Con el lonche en bolsas de papel y el traje de baño abajo de nuestra ropa, caminábamos hasta llegar a un lugar sombreado por árboles de mezquite. Todo el río era nuestro para nadar y flotar con la ayuda de llantas viejas, sólo salíamos del agua para comer.
Esas eran las únicas tardes en que evitábamos el baño. Todas las otras, poco antes de anochecer, encendían el bóiler y con el papalote de viento, la presión del agua era suficiente para un regaderazo en un cuarto grande, primero las niñas, luego los niños.
Los jueves y sábados, después de comer, llegaba el cácaro. Conectaba la planta de luz y, con la ayuda de un megáfono compartía la música de discos rayados con todo el pueblo. Entre canción y canción, anunciaba la función de la noche, películas viejas y malas, que de todas formas atraían a todo el pueblo y llenaban las bancas que colocaban en nuestro patio de juego transformado en terraza-cine. Nosotros nos conformábamos de la pérdida de nuestro espacio prendiendo todas las luces en la tienda y la trastienda -sólo esos días había luz eléctrica- mientras la abuela nos seguía apagándolas, para no desperdiciar el combustible.
Al final del verano, nuestros padres y tíos llegaban a visitar a los abuelos y a llevarnos de regreso a nuestras obligaciones. Nos parecía imposible concebirnos lejos de esta casa todo el año, pero nos acostumbramos a esperar, como los niños aguardan con certeza e impaciencia la Navidad.
Llegó un verano en que los preparativos para nuestro viaje se vieron interrumpidos. Nuestras preguntas de cuándo nos iríamos eran contestadas con evasivas. En las reuniones de los domingos, los niños nos dedicábamos a hacer planes, no podíamos concebir el verano sin tren y sin casa de los abuelos. Los adultos en cambio discutían todo el tiempo entre ellos, y nos prohibieron acercarnos a sus pláticas. Conforme pasaba el verano, desesperados por la falta de una fecha pudimos traspasar el cerco invisible sólo por unos minutos. Alcanzamos a oír unas cuantas palabras antes de ser descubiertos: que si la herencia, que era un abuso del tío Manuel, que si el abuelo debía poner orden, que si la abuela debía ser más equitativa.
No entendíamos qué tenía que ver una herencia con no ir al rancho, además nadie se había muerto y lo poco que sabíamos de esa palabra tenía que ver con muerte. Lo único concreto era la mención del tío Manuel, a quien empezamos a culpar de nuestra desfortuna, y como sus hijos lo tuvieron que defender la separación entre primos fue irremediable. Entonces los veranos se volvieron largos y calurosos.
Años más tarde regresamos al funeral del abuelo. El viaje lo hicimos en carros y Don Cruz no estuvo para recibirnos. Cada quien hizo su recorrido solitario por la casa con sus patios y traspatios. La tienda estaba poco surtida y la trastienda casi vacía, las bancas del cine las encontramos destrozadas, pues hacía años que ya no se usaban, cuando por fin se terminó la invasión de nuestra terraza, ya no estuvimos para jugar en ella. Los corrales ya no tenían aves. Afortunadamente el baño de pozo lo habían tapiado y en uno de los cuartos habían instalado un W.C., ya no habríamos necesitado bacinicas en las noches. Se decidió que la abuela no debía quedarse sola, a los pocos días salió del pueblo sólo con un baúl. Desde entonces la casa de nuestros veranos permanece abandonada. Dicen que el tren ya no para en Garza Valdez.

©2000

viernes, octubre 07, 2005

Pobres más pobres

Siempre me ha gustado la lluvia: verla, oírla. Olerla antes de que caiga, y el ambiente huele a tierra mojada. Me encantan esos días grises en que no para de llover.

Pero hoy no puedo disfrutarla.

Cada vez que vuelve a llover, pienso en Chiapas, Veracruz, Guerrero, pienso en los ríos y presas que se desbordaron, en la gente sin casa, sin comida ni agua potable. Pienso en las calles inundadas, los puentes rotos, los caminos destrozados, la gente viviendo en albergues. Y pienso, sobre todo, en cúando podrán recuperar sus pocas pertenencias: un colchón, una parrilla, una mesa, dos sillas, cuatro camisas, tres pantalones, una olla, un comal ...

martes, octubre 04, 2005

Días de lluvia


Hoy amaneció lloviendo, y ha llovido todo el día. Cuando esto pasa me veo como el músico de la foto, yo con un impermeable y el paraguas cubriendo a mi perrita. Si sigue lloviendo, a lo mejor puedo conseguir que alguien me tome esta foto.



pd Una amiga me mandó este dibujo. Ella dice que si la perrita fuera más inteligente podría llevar su propio paraguas.