sábado, diciembre 31, 2005

Navidad en Monterrey

Tengo 25 años viviendo fuera de Monterrey, y en este tiempo, con excepción de un año, siempre he regresado para Navidad. Mis hermanos tampoco viven ahí, por lo que diciembre se ha convertido en el mes de reunión familiar.

Estos encuentros no son como en las películas, el vernos no hace todo mágicamente maravilloso y perfecto. Año tras año en los días cercanos a Navidad siempre hay un pleito. Yo creo que tiene mucho que ver, con que cada quien tiene distintos intereses, gustos y necesidades; y al vernos, nadie quiere ceder: las prioridades personales son las únicas importantes. También tiene que ver con las fechas, algo tiene diciembre que hace que todo se vea más gris, tal vez es por el solsticio de invierno.

El caso es que siempre alguien se molesta o enoja o se siente o enloquece definitivamente. Claro está que estos altercados tampoco funcionan como en las películas, donde se origina un entendimiento inmediato y absoluto que acaba creando una cercanía especial que nunca más se verá afectada. Como funciona, en el mejor de los casos, es que los involucrados se desenojan, pero quien sabe si se guarde algún resentimiento que surgirá algún año venidero.

El año pasado fue especialmente tenso, o por lo menos así lo sentí yo, no sé si porque estaba deprimida o porque todos estaban especialmente susceptibles. Así es que este año, lo primero que me dijo mi hermano al verme fue: "¿cómo hacemos para que este Navidad no haya un drama?" A lo que mi sobrino opino: "¿Cómo? ¡Perderíamos las tradiciones familiares!"

El caso es que pasaron los días sin mayores contratiempos, sólo las quejas a las espaldas de los involucrados. Como mi hermano y mi hermana no se llevan entre sí, a mí me toca escuchar el mayor número de quejas. En esta ocasión no me importó mucho, hice lo que se debe hacer en estos casos: no tomarlos en serio.

Llegó el último día que todos pasaríamos juntos, que coincidió con el cumpleaños de mi mamá y mi hermana (sí, otro hecho que acaba de complicar las cosas) y a pesar de que la elección de restaurante no le gustó a mi hermano y que también le disgustó la hora de la comida, no fue suficiente para alterar el equlibrio, que sin ser armónico resultaba bastante aceptable.

En la noche, mis sobrinos estaban a punto de irse, cuando hubo un conato de drama. No pasó a mayores, o como dice mi hermano “no se escaló al siguiente nivel”. ¿Será que podremos empezar nuevas tradiciones?

lunes, diciembre 19, 2005

Cambio de track

Nada me preparó para el final. Ni sus palabras ni sus acciones. Aunque debería decir mi interpretación de éstas en el momento.

Las lecturas que hacemos son incorrectas, las palabras las oímos con un acento diferente, las actitudes las explicamos según lo que queremos creer. Hoy cuando veo en retrospectiva pienso que lo más triste no es lo que él me escondía, sino lo que yo me ocultaba a mí misma.

¿Qué hay en nuestra genética o constitución, o en nuestras mentes que nos hace engañarnos tan fácilmente? ¿Por qué podemos ver lo que no es o no ver lo que es?

Y cuando terminó la relación, lo primero que me dije fue: “nunca más”. Oía a Rinaldi y confirmaba que nunca me volvería a enamorar:

Si yo tuviera el corazón,
el corazón que di.
Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir.
Es posible que a tus ojos que me gritan su cariño
los cerrara con mis besos.

Ya no tenía corazón para entregarle a nadie, y eso me daba tranquilidad. La tranquilidad de no tener que volver a amar, la convicción de que no me volverían a engañar: ya no me lo permitiría.

Pero empecé a ver diferente lo que era y lo que no era, y finalmente acepté que yo ya no estaba bien en la relación. Los momentos maravillosos del pasado son tan reales como que el que ya no estábamos funcionando. Fue difícil aceptar que el "para siempre" no existía.

Dejé de cantar tangos, los cambié por algo más real:

And so it is
Just like you said it would be
Life goes easy on me
Most of the time
...
I can't take my mind off you
I can't take my mind...
My mind...my mind...
'Til I find somebody else

domingo, diciembre 11, 2005

Libre a Toluca

No era la primera vez que veía esa mirada. Salimos del café juntos, pero en lo que esperaba a que le trajeran el coche comencé a caminar, casi a correr. No estaba convencida de querer huir, tampoco lo estaba de poder quedarme. Como era domingo, no había tráfico y me alcanzó muy rápido. Yo seguí caminando.

Me gustaba mucho este chavo. Era excepcionalmente guapo y normalmente muy atento, pero demasiado celoso. Ya en otra ocasión me había cuestionado “¿quién es ese al que saludas de beso?” “te detuviste demasiado en el abrazo que le diste a tu amigo”. La última vez me dio una cachetada, y me dejó algunas marcas de estrujones en los brazos. Por eso hoy, al ver de nuevo esa mirada quise huír.

Estacionó el coche en una callecita por la que yo iba caminando. Tal como lo esperaba, comenzó a insultarme y a cuestionarme. Me arrancó el celular de mi mano, y luego me ordenó que me subiera al coche. Estaba a punto de cargarme o arrastrme al coche, cuando se abrió la puerta justo al lado de donde estábamos parados. Salió una señora con un perro blanco pequeño.

El se fue inmediatamente al coche y la señora se me quedó viendo. Me dijo en una voz muy baja “¿estás bien?”, yo fingí no oírla, me dio mucha pena y seguí caminando.

Al llegar a la esquina la calle topaba. Esperé a que él diera la vuelta para irme en sentido contrario. No tardó en echarse en reversa y volver a seguirme. Por qué no fui capaz de decirle a la señora “no estoy bien, necesito ayuda”. ¿Por qué me hago la valiente?

Quería recuperar el celular, sobretodo porque no sabía como irme a mi casa desde ahí. Acababa de marcarle a mi hermana, por eso aún lo tenía en la mano cuando se bajó del coche y me lo quitó. Sabía que había ido al cine, pero cuando mucho en una media hora, la localizaría.

Se volvió a bajar del coche, pero esta vez empezó a llorar. Me pidió perdón, me dijo que nunca más volvería a tener este tipo de reacciones. Me dijo que entendía que estuviera asustada, pero que todo lo que hacía era porque me amaba. Nadie nunca me lo había dicho. Lo abracé y acabé subiéndome al coche nuevamente. Lo sentí tan débil, tan frágil. Además me amaba.

Después de abrazarnos y contentarnos me empezó a besar y dijo que me llevaría a casa. En el camino me empezó a acariciar las piernas, a subir un poco la falda. Yo no me sentía con ganas de ese tipo de caricias después de lo que había pasado. Empezamos a forcejear. Se dio vuelta en U y tomó hacia la carretera libre a Toluca. Se estacionó en el acotamiento me forzó a chuparlo, me arrancó los calzones y se metió en mí. A penas terminó me volvió a insultar y me obligó a bajarme del coche.

Ahora camino de regreso hacia la ciudad y quisiera que hubiera alguien más que me preguntara si estoy bien, para poder contestar lo que debí decirle a la señora del perro: “no, no estoy bien.”

Recordando

El recuerdo más fuerte de mi abuela materna es el de sus desayunos de avena. Murió cuando yo tenía 8 años, por lo que recuerdo pocas cosas de ella: su pelo largo y canoso que siempre llevaba recogido excepto después del baño, el día que me hizo tomar leche sola y como nos cuidaba a mis hermanos y a mí cuando nos enfermábamos.

No puedo comer un plato de avena sin pensar en ella, su serenidad al cuidarnos: tomándonos la temperatura, acercando una cubeta si teníamos que vomitar, cambiando las sábanas si las habíamos mojado por el sudor de la fiebre.

Aunque siempre la recuerdo como flexible y nada autoritaria, un día que me quedé a dormir en su casa me obligó a tomar leche sola. Desde que tengo memoria, nunca me gustó el sabor de la leche sola, puedo comer cualquier víscera o insectos (menos cucarachas), y todos los lácteos, incluida la nata, pero no puedo dar un solo trago de leche. Hasta su olor me desagrada.

Hoy desayuné un plato de avena a su modo: acompañada de una tortilla de harina con mantequilla. La receta exige que la tortilla se ponga a dorar en el comal y se unte la mantequilla todavía en el fuego, para que se derrita bien. Es un maravilloso contraste entre lo dulce de la avena con lo salado de la tortilla. Con cada bocado me vino la imagen de ella sentada en una mecedora en el patio de su casa con el pelo suelto recién lavado que dejaba secar al aire todas las tardes y su sencillo olor a jabón.

jueves, diciembre 08, 2005

Y si llegas

a mi vida y yo no estoy, toca quedito a lo mejor me animo a salir. Los sonidos tenues, como las palabras suaves, siempre son más incitantes. O tal vez tengas que aguardar a mi regreso, si eso quieres.

Yo he estado aquí, creyendo que mi estancia es transitoria, que el tiempo me forzaría a salir, pero el tiempo nunca arregla nada. Hay días que quiero escapar, no sé a dónde ni para qué. Escapar es igual que quedarme: siempre estoy conmigo.

Hay días que el viento intenta llevarme y me resisto. Digo que no tengo tiempo, que tengo que resolver asuntos importantes. Me crea incertidumbre el moverme: qué tal que no resulta, qué tal que nada es cierto. Aquí me voy fabricando una rutina, en la que a veces me siento aprisionada y otras me siento redimida. Conozco los caminos: la mayoría los cruzo diario, otros los descifro, aunque algunos con dificultad. Igual, todos me son familiares, coherentes, algunos indispensables. A veces la certeza puede crear libertad.

La verdad es que me da miedo tanto irme como quedarme. Tal vez esté cuando llegues, si no respondo toca un poco más fuerte. Si insistes trataré de salir a encontrarte.

jueves, diciembre 01, 2005

Tarde de lluvia

Eran las seis de la tarde cuando salimos del café. Había comenzado a llover. Nos despedimos. Ibamos en direcciones opuestas, quedamos de vernos en México. Yo no estaba segura que así sucedería.
La gente se escapaba de la lluvia entrando a tomar café o cerveza, esperando que la tormenta pasara. Bajé las escaleras del metro para encontrarme con una multitud que había elegido el mismo medio de transporte.
La gente se refugiaba en las cornisas de los edificios, algunos entraban a tomar un café o una cerveza, en espera de que pasara la lluvia. No se veía un sólo taxi desocupado. De mi bolsa saqué un poncho de plástico, del grosor de una bolsa de súper pero transparente, me la puse y comencé a caminar. Me tapaba hasta las rodillas y tenía una gorra que cubría mi pelo. No sabía bien a dónde iba, solo las coordenadas generales.
Las palabras todavía resonaban.
- ¿Por qué nunca tuviste un hijo?
- Supongo que no me decidí a hacerlo sin que Saúl se divorciara, no quería toda la responsabilidad yo sola.
- Tal vez eso habría acelerado la situación.
- No es algo que pudiera hacer, presionar con un embarazo.
Los coches comenzaron a prender las luces, la lluvia mojaba mi cara, mis zapatos estaban ensopados y el agua en la calle iba subiendo por capilaridad por mis pantalones. En algunas esquinas había gente parada y se arrebataban los taxis, en otras había colas para el transporte público. Era viernes, la gente quería llegar a sus casas o a sus cenas o a cualquier actividad a la que iban.
Iba bajando un segundo piso de escaleras cuando escuché que el tren llegaba y se iba. Al llegar a los andenes y ver la cantidad de gente esperando pensé que no sería fácil subirme en el siguiente vagón. Las palabras regresaban.
- Alguna vez pensé que no podías embarazarte, que no había sido una decisión.
- Eso nunca lo sabremos.
Noté un ligero temblor en su voz, sus ojos brillaron sutilmente, pero desvió la mirada hacia sus manos. Había algo que no quería que supiera.
Sólo esperaba que no hubiera adivinado mi secreto. No pude sostener su mirada.
Pasó una mujer embarazada enfrente de mí, me detuve en sus ojos que se cruzaron a penas con los míos. Fue cuando lo supe.
Después de las primeras tres cuadras dejé de buscar un taxi, no tenía idea si había algún metro que me llevara al hotel, preferí seguir caminando, el agua estaba fresca, pero no fría, apenas empezaba el otoño. Sentía que las palabras tomaban una dimensión diferente con esta lluvia. Entonces sonó el celular.
Pensé en alcanzarla, pero no sabía qué camino había tomado. Saqué el celular de la bolsa de la chamarra y no tenía señal. Subí un piso de escaleras corriendo, cuando finalmente oí que entraba la llamada y contestaba Laura.
- ¿Cuántos años tendría?
- ¿Sandra?
- Sí soy yo, ¿es cierto verdad? Estuviste embarazada. ¿Cuántos años tendría?
Hubo un pequeño silencio antes de que contestara con un suspiro.
- Catorce.
- Debiste haberlo tenido. Seguro fue él quien no quiso. Mi papá no debió impedirlo. ¿Sabes?, mi abuela siempre decía que los hijos son de las madres.
- Es más complicado que eso.
- Siempre lo es, pero necesito que me cuentes. Te quiero mucho, nos vemos en México.
- Nos vemos allá.
Había algo que me conectaba a ella, más que su relación con mi papá, más que el contradecir a mi mamá por verla.
Cada paso me hacía sentir más ligera, al contrario de mis pantalones de mezclilla que se iban haciendo más pesados con la humedad que ya llegaba a mis rodillas. La lluvia lavaba la pesadez de los recuerdos. Ahora sabía que la volvería a ver, y si no, siempre tendría la sensación de caminar por las calles de Buenos Aires sin preocuparme por la lluvia.

jueves, noviembre 24, 2005

Pequeñas injusticias

No me gustan las injusticias y siempre que puedo trato de corregirlas.

Tengo presente un día, yo tendría seis o siete años, que mi mamá me contó, o más bien le contó a mi papá y yo escuche, que había ido a Casa Chapa a comprar un regalo para alguna boda. Al estar esperando a que envolvieran el regalo, llegó una señora humilde con un cupón de descuento para comprar una plancha y sus 150 pesos en monedas que había juntado, obviamente con mucho esfuerzo. Eran los sesentas y esa cantidad de dinero era importante para alguien como ella. El empleado de la tienda, sin más, le dijo que ese modelo de plancha se había agotado, y que le diera el cupón porque ya no servía. La señora se agachó un poco y vio su cupón inservible, seguramente sintiendo lo banal que había sido su esfuerzo y la desfortuna de no contar con una plancha eléctrica en su casa. Tal vez también pensó que para cuando hubiera otra oferta ella ya no tendría el dinero, pues siempre hay un mejor uso para éste. Mi mamá se acercó y le pidió el cupón, lo revisó y notó que no tenía fecha de caducidad ni ninguna otra limitante. Le dijo al dependiente que debía darle su plancha a la señora, el muchacho se limitó a decir que ya no había de esas planchas. Mi mamá le preguntó cuándo llegarían más, y él dijo que no sabía, que no sabía si las volverían a tener. Contó, que terminó hablando con el gerente, y consiguió que a la señora le dieran una plancha de otro modelo pero con el mismo precio.

Siempre que recuerdo esta historia sé de dónde viene mi necesidad de corregir estas pequeñas injusticias, aunque creo que nunca he logrado algo como lo que hizo mi mamá ese día.

viernes, noviembre 18, 2005

En una librería

Abro un libro con desgano, un libro cualquiera en una librería cualquiera. La portada no me llama la atención lo suficiente y como quiera lo abro. Lo dejo y sigo a otro libro. Los libros en las mesas son los que más se venden, o los que quieren que se vendan más. Leo los títulos.

¿Qué hago esperando a alguien que me dejó? ¿Para qué lo quiero ver? ¿Por qué acepté verlo? ¿De veras gano algo sabiendo que aún me necesita? Además es absurdo que venga a decir que aún me quiere, no puede utilizar el "aún" porque hubo un tiempo en que no me quiso. Pasaron días y meses que se convirtieron en años en que no supimos el uno del otro. ¿Ahora mágicamente podemos volver? ¿Había una propuesta en su iniciativa de vernos?

Regreso a los estantes, todos los títulos de las mesas me parecen inútiles. Nunca fue puntual. Cuando estuvimos juntos a mí no me gustaba llegar tarde, no quería desperdiciar un sólo segundo del tiempo que pudiéramos estar juntos. A él yo creo que a veces no le importaba, porque se entretenía en cosas superfluas. El decía que a él no le importaba esperarme, claro que rara vez lo hizo.

¿Habrá algo que platicar con él? El paso del tiempo ha ido borrando los recuerdos, buenos y malos. Al principio era doloroso recordar, las cosas buenas porque ya no lo tenía, las malas porque me confirmaba que ya no debíamos estar juntos. Durante meses hubiera querido que me borraran todos los recuerdos como en "Eternal Sunshine of the Spotless Mind", pero me daba miedo pensar en lo que pasaría con los recuerdos asociados a los recuerdos de él. Fueron muchos años juntos, no podía deshacerme de tanta vida. Lo consideraba como si realmente pudiera suceder, además pensando en el final de la película en que se reencuentran, pensé que era mejor acordarme, para no volverlo a amar.

Los recuerdos diurnos se fueron extinguiendo, pero él comenzó a aparecer insistentemente en mis sueños para hacerme enojar. Siempre le reprochaba una cosa o le recriminaba otra. Amanecía enojada, con la misma sensación de tantas veces de que no me escuchaba y me mentía. Luego quedó un nombre hueco, sin contenido y al final, acabé por olvidar su nombre, ya no era parte de mi vocabulario.

Hoy cuando oí su voz, me llegó una masa amorfa de recuerdos. Era una bola de colores. Tomé una punta tratando de desenmarañarla, como lo hice tantas veces con estambres, pero tomaba uno que empezaba con risas verdes y se convertía en llanto rojo. Tomaba otra punta negra en que caminábamos por un puerto de noche y se convertía en un sol amarillo cegador. No había continuidad, no lograba armar un sólo recuerdo. Dejé de intentarlo. Lo mismo debo hacer con la idea de verlo. Durante meses deseé que me pidiera volver, luego fantaseé que me dijera que le dolía mucho no tenerme y poderle decir que era demasiado tarde. Acepté verlo por sentir que yo ganaba.

Veo mi reloj y me apuro a la puerta, me da gusto que no sea puntual. Camino en dirección contraria de donde me imagino vendrá. Navego con el viento a mi espalda, las velas se hinchan de aire y tomo una velocidad deliciosa.

sábado, noviembre 12, 2005

De mañana otra vez

Diario despierto pensando que el café ya está listo. Salgo de ese sueño entrecortado y ligero en el que duermo sin descanso para encontrarme que no hay nada en el ambiente de ese olor en que se envolvía la casa por las mañanas.

Por lo general mi marido se levantaba primero, recogía el periódico, y ponía el café. Desde la cama, en la que aún se sentía su calor, me llegaba el olor que me decía que me esperaba en la cocina con el café caliente y el periódico sobre la mesa.

Había días en que yo no podía dormir y estaba pendiente de la llegada de la moto y el sonido del periódico al caer en la terraza. En ese momento me levantaba. Esos días era yo la que esperaba a en la cocina.

- ¡Ah qué mi Gordis!, otra vez no pudiste dormir. ¿Todavía hay café? -me preguntaba al entrar.
- Sí Flaco, acabo de poner una segunda jarra. –El siempre se levantaba a la misma hora, que coincidía con una segunda puesta.

Diario, en el instante en que despierto busco el olor del café y al estirar mi pierna encuentro frío el otro lado de la cama. No tengo ganas de levantarme a encontrar la cocina vacía.

En recuerdo de mi tío Raúl, a un año de su muerte.

viernes, noviembre 11, 2005

Viento

Entre palabras certeras y sensaciones difusas, prefieres las primeras. Las palabras las oyes y por eso crees que son reales. Las sensaciones se extravían o las silencias. Prefieres oír que el amor es real y para siempre. Le das realidad a las palabras y cuando éstas no reflejan la realidad, te cuesta creerlo: tienes palabras para demostrarlo. ¿O tenías?

Entonces te metes en una bolsa de plástico, gruesa y oscura, de las que se usan para basura, así te sientes: basura. No puedes ver nada hacia afuera y el aire se va enrareciendo, pero ahí estás a gusto, o suficientemente comoda. Lejos de palabras que no son y de realidades que cambiaron.

Un día, te das cuenta que el oxígeno se está acabando y le haces un hoyito a la bolsa. Pero junto con el aire entran algunas voces que te dan risas, y unos rayos de sol en forma de abrazos. Otro día abres otro hoyo, y entra una estrella que dice viene a escucharte. De repente, sin que te des cuenta se abren hoyos solos, por uno entra el sonido de las chicharras en la noche y por otro llega el olor de la hierba y la montaña. Un día abres un hoyo grande y sacas el pie derecho y lo sumerges en la arena mojada y la sientes tan agradable que abres otro para el izquierdo y te vas caminando por la playa y te metes al mar. Pero al regresar, coses esos hoyos apresuradamente y alguos otros porque insistes en sentirte mal.

Luego, una mañana, sin ninguna razón despiertas y te quitas la bolsa y sientes como el viento te sopla en la cara y te da un regalo. No necesitas más bolsas que te protejan. Afuera no hay nada que te haga tanto daño como para matarte. En cambio dentro de la bolsa el odio acabará asfixiadote.

Lo único que necesitas es tener la certeza incierta, como son todas las certezas, que los regalos que trae el viento son para que te rías y te revuelques en el pasto recién cortado. Y no importa que la piel te arda en la noche, porque no hay nada como el olor del pasto en tu ropa y en tu piel. Y porque no importa el dolor con tal de tener el viento y sus palabras.

miércoles, noviembre 09, 2005

Ventajas de estar sola y no estar enamorada

  1. No tienes que avisarle a nadie dónde andas o a dónde vas.

  2. No tienes que preocuparte de si se te hace tarde.

  3. Tienes la cama para ti sola y puedes escoger las sábanas que más te gusten.

  4. Puedes ponerte cualquier pijama vieja para dormir.

  5. Puedes cambiar de planes en cualquier momento del día, de la noche, del mes o del año (por aquello de los planes de fiestas como Navidad).

  6. Puedes planear viajes sin considerar las vacaciones de él.

  7. No tienes que consultar antes de aceptar una invitación.

  8. Puedes decidir qué comer y a qué hora comer diario. Lo mismo con la cena y el desayuno.

  9. Si planeas una cena puedes invitar a quien te dé la gana, incluyendo a tu amiga que no le caía bien a él.

  10. No tienes que aguantar a sus amigos insoportables, ni tampoco al gordo que siempre que se emborrachaba te quería tocar la pierna.

  11. No tienes que dar ninguna explicación de por qué quieres hacer algo o porqué no lo quieres hacer.

  12. Puedes escoger puras chick-flicks para ver el viernes por la noche.

  13. No te  tienes que bañar en todo el día, o en todo el fin de semana. Ni tampoco peinar.

  14. Nadie se toma la última taza del café y te pone en la disyuntiva de tener que poner otra jarra o quedarte con ese huequito de un último trago.

  15. No tienes a nadie a quien añorar.

  16. Puedes hablarle al electricista o al plomero desde el principio, y no tienes que esperar a que él tenga tiempo de revisar el problema, pasen días o semanas en que compre lo que se requiere para arreglarlo, lo trate de arreglar y lo empeore, o acabe desistiendo y te diga que le hables al maistro porque él no tiene tiempo.

  17. Tienes el control del  control remoto siempre.

  18. Puedes ver el final de la misma película cada vez que la pasan en la tele.

  19. No tienes que ver pedazos de noticieros, programas y películas. Y tampoco tienes que quedarte con la duda de lo que dijeron, porque justo le cambió al canal cuando estaban por decir lo que querías oír.

  20. No tienes que oír críticas sobre amigos y familiares. Tampoco tienes que oír críticas de ellos sobre él.

  21. No tienes que ponerte el mismo vestido azul que tanto le gusta a él cada vez que salen. Tampoco tienes que ponerte faldas cuando hace frío.

  22. Puedes volver a cocinar con picante.

  23. Nada más tienes que hacer un solo sandwich cuando estás cansada.

  24. No tienes que oír críticas de cómo te equivocaste por no pedir su opinión, cuando sí lo hiciste y te contestó cualquier cosa porque estaba pensando en otra cosa.

  25. Sabes todo lo que hay en la alacena. También sabes que no hay cosas que no tienen que estar ahí.

  26. Nadie prende la luz en la madrugada porque no puede dormir o porque lo estaba picando un mosco o porque oyó un ruido.

  27. No tienes que discutir si el papel del baño está al revés de como debe estar, siempre está como te gusta a ti.

Claro, que hay días que te tienes que poner a pensar en un montón de razones por las que te da gusto estar sola.

martes, noviembre 08, 2005

Días que terminan

Días que se escapan, que se los lleva el trabajo.

Las noches a veces son tan cortas. Llego de trabajar con la energía disminuida, por lo que el hacer algo para cenar y de pasada alzar un poco la casa, acaban con lo poco que quedaba de ella.

Me gusta que oscurezca temprano, siento como que la noche es más larga y me pertenece.

jueves, noviembre 03, 2005

Estoy corriendo porque...


Los que viven en la Ciudad de México, seguro han visto la publicidad de la carrera de Nike que será este próximo domingo. La publicidad está basada en la frase del título de este escrito, y la completan con todo tipo de razones. Algunas que me divierten son:

  • El que se llevó a mi marido, me lo quiere devolver.
  • A las 11 dejan de vender cerveza.
  • Quiero alcanzar a mi ego.
  • Se me hace tarde.
Decidí inscribirme en la carrera de 5k. Al hacerlo había que llenar un formulario, y por supuesto dar una razón. La mía fue: para que me sigan diciendo que me veo de 35 aunque tengo 46. Claro que cuando le conté a una amiga, me dijo que no exagerara...

Hoy por la mañana que me levanté a correr me vinieron algunas razones más a la mente. Sobre todo porque eso de correr a veces parece que no tiene sentido.

  • Creo que soy un poco masoquista.
  • A mi perra le gusta correr,  y ella es la que me lleva.
  • Me gusta ver el amanecer mientras corro.
  • Quiero ganarle la carrera a la osteoporosis.
  • Quiero un día correr 10k.
  • Me da energía durante el día.
  • Me gusta como me siento después de correr.
  • Estoy preparando mi corazón para mi siguiente amor.
  • Es la mejor dieta: así no tengo que dejar de comer nada.
  • Haruki Murakami también corre.

sábado, octubre 29, 2005

En caso de emergencia... nada como Ibargüengoitia


El otro día amanecí de malas. Nada en especial, que es lo más desesperante. Sí se te poncha una llanta del coche, o te quedas sin gas en casa, o recibes una llamada no deseada, pero no había ninguna razón, lo que hacía mi estado de ánimo más insoportable e inútil.
Un amigo me sugirió leer a Ibargüengoitia. Encontré una página y me puse a leer sin mucha convicción.
Empecé por el cuento "La mujer que no". En este cuento el narrador se encuentra causalmente con una mujer que conoció hace años.
Leía sin disfrutar mucho, a pesar de la descripción del encuentro:
"Le puse una mano en la garganta y la besé. Entonces descubrí que a tres metros de distancia, su mamá nos observaba. Me dirigí hacia la mamá, le puse una mano en la garganta y la besé también."
La despedida después de este primer encuentro me empezó a animar...
"La separación fue dura, pero necesaria, porque ella tenía que comer con su suegra. '¿Te veré?' 'Nunca más.' 'Adiós, entonces.' 'Adiós.'
... especialmente cuando cuatro renglones más adelante escribe
"Se me acercó sonriendo apenas, y me dijo: 'Búscame mañana, a tal hora, en tal parte'; y desapareció."
Pero quién puede resistirse a frases como:
"Cuando entré en el vestíbulo, la vi a ella, al final de una escalera, vestida con unos pantalones verdes muy entallados, en donde guardaba lo mejor de su personalidad."
Al terminar el primer cuento me sentía mejor. Entonces comencé "La vela perpetua". Las descripciónes que Ibargüengoitia hace de los protagonistas son encantadoras:
"A Julia le gustaban los hombres esmirriados y muy cultos, así que me consideraba un ingenierote bajado del cerro a tamborazos. Yo, por mi parte, pensaba que a ella le faltaban pechos, le faltaban piernas, le faltaban nalgas y le sobraban dos o tres idiomas que ella creía que hablaba a las mil maravillas."
El cuento trata sobre la relación entre estos dos personajes. Los dejo que lo lean, pero por si no he logrado despertar su curiosidad, agrego una ida al confesionario del narrador:
"Cuando vi que aquello no llevaba buen camino, me arrepentí de mis pecados, fui a San Patricio y me confesé con un padre que estaba en un confesionario que decía 'Confesiones en Español'.
—He deseado a una mujer casada —dije
—No es muy serio —me dijo el padre—. Tres Aves Marías."
Y una segunda ida al confesionario días después:
"Esa misma tarde fui otra vez a San Patricio, me equivoqué de padre, me confesé con uno americano y le dije:
—He deseado a una mujer casada.
Me regañó como si nunca hubiera sabido de un hombre que deseara a una mujer casada.
—No puedo darle la absolución si no me promete... —no recuerdo qué fue lo que tuve que prometerle para salir de allí absuelto."

Sin duda Ibargüengoitia hizo que mi día fuera diferente. Espero que disfruten la recomendación. O que la dejen por ahí pendiente para un caso de emergencia.

sábado, octubre 22, 2005

Tonterías de sábado


Hay sábados en que no tengo ganas de nada. Camino por el día despacio, sin energía, y hago lo menos posible. No voy a la tintorería, ni al súper. Tampoco voy al sastre ni al relojero a recoger los aretes que dejé arreglando.

El día transcurre despacio, pero no tanto como quisiera. Me gustaría sentarme a ver pasar los minutos y contar los segundos: alargar el sábado. Siento que necesito tiempo para componerme y reacomodar mi corazón. No me siento especialmente triste pero tampoco contenta. A veces creo que  estos días evito sentir para no correr el riesgo de caer en una tristeza irremediable. Tal vez por eso no hago mucho, para no sentir, aunque el costo sea el no vivir demasiado el día.

Y llega la noche y quisiera detener el sábado, no quiero que se acabe, no quiero pasar otro día sin hacer algo significativo, pero no logro detener el tiempo. El tiempo que se empeña en decirnos que él maneja nuestros días y nuestras horas, por lo menos en esa dimensión suya de tiempo. El tiempo que marca los cambios de estación y deja trazos en el cuerpo y en la cara. Trazos que no reconocemos al vernos en el espejo, pero que acabamos viendo por comparación con fotos viejas.

No quiero que termine el sábado. Quisiera que me diera tiempo de ver por lo menos 10 películas y leer 5 libros. De escribir una novela, de hacer borradores de tres o cuatro cuentos, de hacer una comida completa y sentarme en la terraza a ver las estrellas. Quisiera que la noche no llegara, no todavía, no la de este sábado.

O tal vez lo que quiero es vivir una vida de sábados infinitos.

jueves, octubre 20, 2005

Despertando

Sé que cada minuto que siga tomando café y leyendo hará que tenga que correr para estar lista a tiempo, probablemente no me dé tiempo de desayunar. Pero el café está tan rico que no quiero apresurarme, todavía no. Sigo disfrutando de un despertar lento, donde los sueños se van deshaciendo poco a poco y no de golpe como hacen los despertadores. Dejo que el líquido obscuro recorra despacio y me vaya desperezando al mismo tiempo que me estiro en la cama y leo.

Me esperan juntas latosas y de flojera absoluta. Tomo un último trago. No hay remedio, se acabó, habrá que esperar otras 24 horas para otro café tan rico.

martes, octubre 18, 2005

Pertenencias

Y cuando vengas a regresar lo que te robaste, quiero que te lleves algunas de tus cosas: unas palabras y frases que no eran mías y me estorban, no sé dónde ponerlas, no caben en ninguna oración; la silueta de la silla vacía que el sol de mediodía refleja en la terraza; el huequito que dejaste en el sillón y se ilumina con el sol de la mañana; el olor a ti que llena el baño cada vez que abro la regadera.

Ah, y se me olvidaba pedirte de regreso la sensación de bienestar del despertar los sábados sin prisa. Acuérdate, esa siempre fue mía.

domingo, octubre 16, 2005

Olvidándote

Te he ido soltando. A diario lo hago, al no hablarte, al no buscarte, al no saber de ti. Pero alguna tarde al estar lavando platos o cuando tengo las manos ocupadas, se cuela la sensación de un recuerdo por el hueco detrás de la rodilla. Y de repente nos veo caminando en una calle llena de nieve, o abriendo una botella de vino para la comida o sentados uno al lado del otro viendo una película. Sin darme cuenta me dejo sorprender por tus ojos viéndome.

Quiero recuperar todo lo que te llevaste: el sabor del café de las mañanas, algunas palabras que me hacen falta, el olor de la lluvia antes de que caiga, el azul del cielo de invierno, una risa fácil, los nombres de las constelaciones.

Y es entonces que añoro olvidarte.

sábado, octubre 08, 2005

Uno viejito



Les dejo un cuento viejito. Aunque hoy al releerlo quisiera hacerle cambios, lo dejo tal como salió hace algunos años. La foto me la prestó Pablo, que para los pocos que no lo conozcan les digo que es un maravilloso fotógrafo y cuentacuentos. Gracias Pablo, es perfecta.


Garza Valdez


Nos empacaban en el tren en la estación de Monterrey. El recorrido era caluroso, lento y terroso, según decían los adultos para no ir. Nosotros no sentíamos el calor, ni nos molestaba el polvo mientras fuéramos todos juntos, y en el camino hubiera paletas heladas, sodas, obleas y glorias.
Las bancas del tren eran de madera, una enfrente de la otra, donde cabían dos personas adultas. Al principio del recorrido casi siempre había lugares vacíos, pero en algunas paradas subía tanta gente que se acomodaban hasta cinco o seis por asiento. En cada pueblo había golosinas nuevas que comprábamos desde la ventana.
Al llegar al lugar de nuestro destino teníamos las maletas listas en la puerta, la parada era una de las más cortas. En la estación -un cuartucho donde llegaba el correo y vivía el encargado en turno- nos esperaba Don Cruz, uno de los empleados de los abuelos que, con ese aire callado de la gente de rancho, la forma en que pestañeaba y fruncía la boca, nos daba a entender que se alegraba de vernos.
El pueblo estaba construido alrededor de las vías de ferrocarril; con sólo cruzarlas llegábamos a la casa en que pasaríamos nuestras vacaciones.
La abuela nos esperaba atrás del mostrador de la tienda y, sin moverse, nos daba su habitual bienvenida: un discurso sobre lo que debíamos y no debíamos hacer. El abuelo normalmente andaba en el rancho y lo veríamos hasta la hora de la cena.
Don Cruz nos ayudaba a cargar las maletas y a instalarnos en las habitaciones del fondo, las que habían sido de nuestros padres -o tíos, según el caso. En el camino cruzábamos la recámara de la abuela -la cual estaba al lado de la habitación del abuelo-, y una serie de cuartos más o menos vacíos que no se utilizaban. Las camas eran altas, de latón, y tenían una estructura para colgar los mosquiteros. En los burós había quinqués y abajo de la cama bacinicas que en las mañanas despedían un olor agrio.
El baño era de pozo y estaba en el traspatio. Procurábamos acordarnos de llevar el rollo de papel, pues de otra forma teníamos que usar los pedazos de periódico que estaban ensartados en un clavo en la pared de madera. Para llegar, se pasaba por la cocina, el corral de las gallinas, el traspatio –que dos veces por semana se convertía en cine-, el cuarto de la regadera y una cochera improvisada. Si era la hora en que se preparaba la comida, era mejor tomar el camino largo a través de la tienda para evitar ver cómo mataban o desplumaban al animal que luego veríamos en el plato.
La mayor parte de los días, los niños se iban al rancho con el abuelo, a las niñas sólo nos llevaban cuando marcaban el ganado nuevo. El resto del tiempo, nosotras jugábamos a ayudar a la abuela en la tienda, despachando cuartos de manteca, petróleo, azúcar y frijol, mientras nos comíamos todos los dulces y cacahuates posibles. En aquellos raros momentos en que la abuela dejaba su lugar en el mostrador, corríamos al fondo de la trastienda, vaciábamos el agua de las charolas de hielo para llenarlas de soda, seguras de que podríamos hacer una especie de nieve. Pero como el refrigerador era de gas, el proceso era muy lento y nuestra paciencia nunca fue suficiente.
Con la esperanza de que dejáramos el agua congelada en paz, la abuela nos mandaba a comprar yukis. Cada quien llevaba su vaso de plástico, y mientras raspaban el hielo, escogíamos de entre una docena de sabores el jarabe con el que cambiarían el color del granizo artificial.
El tren de pasajeros era el único que paraba en el pueblo en su camino entre Monterrey y la costa, siempre llevándose a más gente de la que traía. Los de carga, aunque pasaban en ocasiones hasta tres veces al día, nunca se detenían. Para nosotros era un evento el paso del tren, por lo que cada vez que se oía el silbido, dejábamos todo y corríamos a la ventana más cercana para contar el número de carros, incluyendo la máquina y el cabús amarillo.
Cuando las provisiones de dulces se veían notablemente reducidas, la abuela nos daba un peso a cada quien y, en compañía de una de las sirvientas, atravesábamos las vías del tren para comprar barro transformado en todas las miniaturas posibles: cazuelitas, platitos, tacitas, cucharitas, animalitos. Para mala suerte de la abuela pasábamos más tiempo en escogerlas que jugando con ellas, pues pronto nos encontraba de nuevo en la tienda.
Algunos días nos llevaban a bañarnos al río. Con el lonche en bolsas de papel y el traje de baño abajo de nuestra ropa, caminábamos hasta llegar a un lugar sombreado por árboles de mezquite. Todo el río era nuestro para nadar y flotar con la ayuda de llantas viejas, sólo salíamos del agua para comer.
Esas eran las únicas tardes en que evitábamos el baño. Todas las otras, poco antes de anochecer, encendían el bóiler y con el papalote de viento, la presión del agua era suficiente para un regaderazo en un cuarto grande, primero las niñas, luego los niños.
Los jueves y sábados, después de comer, llegaba el cácaro. Conectaba la planta de luz y, con la ayuda de un megáfono compartía la música de discos rayados con todo el pueblo. Entre canción y canción, anunciaba la función de la noche, películas viejas y malas, que de todas formas atraían a todo el pueblo y llenaban las bancas que colocaban en nuestro patio de juego transformado en terraza-cine. Nosotros nos conformábamos de la pérdida de nuestro espacio prendiendo todas las luces en la tienda y la trastienda -sólo esos días había luz eléctrica- mientras la abuela nos seguía apagándolas, para no desperdiciar el combustible.
Al final del verano, nuestros padres y tíos llegaban a visitar a los abuelos y a llevarnos de regreso a nuestras obligaciones. Nos parecía imposible concebirnos lejos de esta casa todo el año, pero nos acostumbramos a esperar, como los niños aguardan con certeza e impaciencia la Navidad.
Llegó un verano en que los preparativos para nuestro viaje se vieron interrumpidos. Nuestras preguntas de cuándo nos iríamos eran contestadas con evasivas. En las reuniones de los domingos, los niños nos dedicábamos a hacer planes, no podíamos concebir el verano sin tren y sin casa de los abuelos. Los adultos en cambio discutían todo el tiempo entre ellos, y nos prohibieron acercarnos a sus pláticas. Conforme pasaba el verano, desesperados por la falta de una fecha pudimos traspasar el cerco invisible sólo por unos minutos. Alcanzamos a oír unas cuantas palabras antes de ser descubiertos: que si la herencia, que era un abuso del tío Manuel, que si el abuelo debía poner orden, que si la abuela debía ser más equitativa.
No entendíamos qué tenía que ver una herencia con no ir al rancho, además nadie se había muerto y lo poco que sabíamos de esa palabra tenía que ver con muerte. Lo único concreto era la mención del tío Manuel, a quien empezamos a culpar de nuestra desfortuna, y como sus hijos lo tuvieron que defender la separación entre primos fue irremediable. Entonces los veranos se volvieron largos y calurosos.
Años más tarde regresamos al funeral del abuelo. El viaje lo hicimos en carros y Don Cruz no estuvo para recibirnos. Cada quien hizo su recorrido solitario por la casa con sus patios y traspatios. La tienda estaba poco surtida y la trastienda casi vacía, las bancas del cine las encontramos destrozadas, pues hacía años que ya no se usaban, cuando por fin se terminó la invasión de nuestra terraza, ya no estuvimos para jugar en ella. Los corrales ya no tenían aves. Afortunadamente el baño de pozo lo habían tapiado y en uno de los cuartos habían instalado un W.C., ya no habríamos necesitado bacinicas en las noches. Se decidió que la abuela no debía quedarse sola, a los pocos días salió del pueblo sólo con un baúl. Desde entonces la casa de nuestros veranos permanece abandonada. Dicen que el tren ya no para en Garza Valdez.

©2000

viernes, octubre 07, 2005

Pobres más pobres

Siempre me ha gustado la lluvia: verla, oírla. Olerla antes de que caiga, y el ambiente huele a tierra mojada. Me encantan esos días grises en que no para de llover.

Pero hoy no puedo disfrutarla.

Cada vez que vuelve a llover, pienso en Chiapas, Veracruz, Guerrero, pienso en los ríos y presas que se desbordaron, en la gente sin casa, sin comida ni agua potable. Pienso en las calles inundadas, los puentes rotos, los caminos destrozados, la gente viviendo en albergues. Y pienso, sobre todo, en cúando podrán recuperar sus pocas pertenencias: un colchón, una parrilla, una mesa, dos sillas, cuatro camisas, tres pantalones, una olla, un comal ...

martes, octubre 04, 2005

Días de lluvia


Hoy amaneció lloviendo, y ha llovido todo el día. Cuando esto pasa me veo como el músico de la foto, yo con un impermeable y el paraguas cubriendo a mi perrita. Si sigue lloviendo, a lo mejor puedo conseguir que alguien me tome esta foto.



pd Una amiga me mandó este dibujo. Ella dice que si la perrita fuera más inteligente podría llevar su propio paraguas.

viernes, septiembre 30, 2005

Cuarenta y seis

jueves, septiembre 29, 2005

Pensamientos de jueves por la mañana

  • Para ir a correr hay que levantarse sin pensarlo. Apagar el despertador y levantarse.

  • Si lo piensa uno un poquito, aunque sea una milésima de segundo, ya no te levantaste. Y es que es totalmente absurdo hacerlo.

  • ¿A quién se le ocurrió que el horario de verano se acabe hasta el último domingo de octubre?

  • ¿Los que escupen es porque no les gusta su propio sabor?

  • Parece que la Tierra realmente sabe cuándo los días deben comenzar a ser más cortos.

  • ¿Por qué se tiene que hacer ejercicio constantemente? ¿No podría ser algo que se haga una vez y ya?

  • Me gusta la sensación del amanecer, ver que los cambios de la mañana: estrellas, claridad, colores.

  • No hay colores sin luz.

  • Debería prohibirse pensar antes de tomar café.

viernes, septiembre 23, 2005

Dame lo que quieras

Llevo días preparando el menú mentalmente, pasé por varios que consideré perfectos sólo para volverlos a cambiar. Se me metió en la cabeza que el futuro de la relación depende de la perfección de la cena.
Remojo los porcini y pico ajo, dejaré la salsa lista para sólo cocer la pasta a la hora de cenar.
Compartimos el gusto por las exhibiciones de arte moderno y las instalaciones que muchos dicen no entendien, otros que eso no es arte. Hace poco más de 20 años chocamos cabeza contra cabeza al estar observando una pieza por todos lados. Nos reímos y continuamos viendo la exposición juntos. Salimos del museo y nos cruzamos a tomar una cerveza. Lo acompañé a su casa por unas fotos que debía entregar. Mientras él preparaba su paquete me paseé por el departamento.
Curiosa distribución: un área que servía de recámara y sala y dos baños. Pensé que era perfecta para un fotógrafo. Revisé sus libros, sus discos, nos gustaban los mismos autores y la misma música. Recogí unos platos que estaban encima de la cama.El fregadero estaba lleno de trastes sucios. Preferí acomodarme en el único sillón que había a ojear un libro de fotografía, la opción era pasar tres horas arreglando el departamento. Soy medio maniática del orden, llego a las casas de mis amigas a organizarlas. A ellas no les importa, pero no quise intervenir en un espacio que me era ajeno.
Fuimos a entregar las fotos y de ahí a tomar otra cerveza. Se levantó al baño y cuando regresó me dijo que se tenía que ir. Quedamos en hablarnos, ninguno de los dos lo hizo. Yo estaba en una relación, a los pocos meses me casé.
Escurro la arúgula y lavo los champiñones para la ensalada.
Hace unas semanas nos volvimos a encontrar viendo otra exposición. Lo primero que reconocí fue su forma de moverse frente a las piezas. Ya no tiene barba ni usa jeans. O por lo menos ese día no los traía puestos. Intercambiamos datos.
Al día siguiente al llegar a la oficina lo primero que hice fue mandarle un correo. A la media hora tuve su respuesta. Nos escribimos diario durante semanas, sin hablar de vernos, sin ningún plan, ninguna expectativa.
“¿Qué te gusta comer?”, pregunté un día. “Dame lo que quieras, menos leche sola. Insisto, todo me gusta.”, fue su respuesta  Convirtió una pregunta en una invitación a cenar, además qué era eso de  la leche sola.
Era extraño que estando en la misma ciudad prefiriéramos comunicarnos por correo. No hablmos por teléfono ni una sola vez.

Quedamos de vernos en la presentación del libro de un amigo suyo. Al terminar la plática tomamos un trago y me presenta a algunos amigos. De repente llega una mujer y se lo lleva. Después de unos minutos regresa y me dice:
- ¿No te importa si viene Magda con nosotros?
- ¿Si viene Magda con nosotros?, repito como hago siempre cuando algo me empieza a incomodar.
- Es mi ex, está muy deprimida y además anda un poco pasada, no la puedo dejar sola.
- ¿Anda un poco pasada?
- No te importa, ¿verdad?, vuelve a decir, y me da un beso en la mejilla.
Sí me importa, me pasé una semana planeando el menú. Hice una cena especial. Pero como tantas otras veces no digo nada.

jueves, septiembre 22, 2005

Sigo pensando en los vacíos

Y no sé bien qué hacer de ellos.

Michelle dice que son una necesidad de certeza, creo que hay algo de eso, pero a veces surgen de forma tan inesperada y justo cuando me sentía cómodamente instalada en la incertidumbre.

Me ha costado escribir estos días así es que recurrí al archivo donde voy dejando ideas o partes de historias para ver si algún día encuentro el final o el principio o el medio, según el caso. Aunque no terminé nada, encontré algo que me llevó a escribir un rato esta mañana. Y creo que ya encontré el final. Veremos.

jueves, septiembre 15, 2005

Vacíos

¿Con qué se llenan los vacíos? ¿Se llenan? Me quedo pensando después de leer a Fabian, después de que comento que yo los lleno con lecturas. A mí es lo que más me ayuda, pero no siempre me funciona.

A veces los lleno con películas, una detrás de otra, a veces con gente, a veces también trato con música, pero ésta para mí es un arma de dos filos.

Ayer sentí el vacío todo el día. La mañana de preparativos, de terminar de trabajar, el aeropuerto, leí, vi gente, sostuve pláticas de avión, la llegada a Tuxtla, el camino a San Cristobal de las Casas. Traté de meterme en el paisaje: el valle, la luz que producía el sol tapado por las nubes, las nubes que cubrieron una parte del camino y se metieron entre las montañas. Pero a pesar de lo maravilloso de lo que veía, el vacío se iba agudizando. Añoranzas de lo que no existió, nostalgia de otras montañas y otros valles. A veces en los recuerdos sólo viene lo bueno. Y el vacío se profundizó.

Al llegar me esperaba un tequila y plática. El vacío se fue disminuyendo. Risas, y el vacío casi desapareció. Al irme a dormir el vacío reapareció abruptamente, como si nunca se hubiera ido. Traté de ahuyentarlo, y poco a poco lo recién vivido desplazó el vacío. Creo que la buena compañía fue lo que más ayudó, y el tequila sin duda ayudó. Buena mezcla.

miércoles, septiembre 14, 2005

Volví a soñarte

No sé cómo logras colarte en mis sueños cuando ya te saqué de mi vida.

Estaba enojada, te pegaba, te quería lastimar pero no te alcanzaba. Te gritaba, te reprochaba, te insultaba, pero las palabras tenían aún menos fuerza que los golpes. O tal vez estabas demasiado lejos, como siempre. Pasé horas peleándome con tú fantasma y al despertar me dolían los brazos y me había quedado sin voz y sin palabras.

domingo, septiembre 11, 2005

Frente al espejo

Mercedes está parada frente al espejo desnuda. Nunca se había visto así, no con intención, y Abel a su lado, dirige su mirada.
Cuando empezaron a desvestirse Mercedes se había escapado de las manos de Abel para apagar la luz. Él había ido detrás para prenderla.
-No me puedes ver, -le dijo volviendo a apagar la luz.
Él le contestó besándola
- ¿Por qué no?” -y la volvió a prender.
- Nadie me ha visto desnuda, ni yo misma.
Abel dejó de besarla, se alejó para poderla ver. Comprobó en sus ojos que no estaba mintiendo, la tomó de la mano y le preguntó
- ¿Dónde tienes un espejo?
Sin esperar una respuesta se dirigió a la recamara de Mercedes. Prendió la luz, encontró el espejo de cuerpo completo con marco de madera que tenía al fondo del cuarto y la paró enfrente de él.
- ¿Y si no te gusto? –dijo ella, mientras Abel  seguía desvistiéndola, tomándose el tiempo, botón por botón, viéndola a los ojos. Cuando llegó al último le quitó el vestido, lo colocó sobre una silla cercana.
La volvió a besar. El calor que sentía Mercedes ya no le permitió protestar, el cuerpo le hormigueaba.
Cuando Abel acabó de desvestirla la volteó a que se viera a sí misma.
Mercedes se vio sin verse, y buscó el cuerpo de Abel con su mano. Abel le dio su mano izquierda a la mano que buscaba su cuerpo y con la derecha la volteó al espejo.
Siempre evitaba verse desnuda, ni siquiera en ropa interior. No tenía para qué hacerlo y menos ahora que la piel le colgaba por todas partes, aunque siempre fue delgada, los kilos se acomodaban de manera diferente con el paso de los años, la cintura se extendía en una misma línea hacia las caderas, y en su vientre se dibujaba una curva como de inicio de embarazo.  Sus hijas se reían de ella “mamá pero si tuviste cuatro hijos”, y le enseñaban sus panzas ligeramente menos pronunciadas que la suya.
Se preguntaba qué podía haber visto Abel en ella. Veinte años más joven, sólo unos años  mayor que su primer hijo. Nunca había pensado que su interés por ella podía ser más que la de ser mamá de su amigo, y recientemente el de un arquitecto por su cliente. Hasta la noche anterior, cuando al despedirse le había dado un beso demasiado cercano a sus labios. Había alcanzó a probar su aroma, con olor a frutas, a membrillo, pensó.
Y hoy al levantarse se sentía como adolescente antes de una fiesta con la expectativa de bailar con el muchacho que le gustaba, porque había quedado de comer con él.
Abel tenía una nariz grande y un poco ancha,  era demasiado flaco y huesudo, aunque no era precisamente guapo tenía ojos color miel un poco hundidos que veían con atención y contrastaban con su piel morena, además tenía una sonrisa de niño sorprendido. Siempre tuvo novias muy guapas, le había conocido a varias y la que había sido su esposa hasta hacía unos meses, era una mujer atractiva. Mercedes pensó que se estaba imaginando cosas.
Jamás consideró tener relaciones después de quedarse viuda. Nunca le había gustado hacer el amor, y pensaba que quedarse sola había sido una fortuna. Estaba convencida que Fernando fue el esposo perfecto: le dio hijos, una posición económica estable y se había ido a buena hora. No se lo planteaba con esas palabras pero así lo sentía.
Y ahora, ahora que tenía más de sesenta, deseaba a Abel. Ansiaba esa mano de dedos largos que tocaba su brazo para enfatizar una idea. ¿Por qué sentía que su cuerpo la traicionaba?
Desde su noche de bodas no sentía deseo. En la época que fueron novios hubiera querido que las manos de Fernando tocaran más que su cintura o su espalda. Él nunca lo había intentado. Mercedes era de las que tenía que esperar hasta la noche de bodas, como lo hacían las mujeres decentes. Eso es lo que le habían dicho a ella, y lo había creído. Tiempo después supo que muchas mujeres no esperaban y pensaba que tal vez su vida sexual podría haber sido diferente de no esperar. Creía que era tanto deseo atrapado lo que ocasionó que se empapara  cuando apenas Fernando comenzó a acariciarle sus pechos. El se había disgustado cuando había sentido que mojaba la cama y le había dicho:
-¿Qué estas haciendo? Estás ensuciando todo.
Ella se había sonrojado y había corrido al baño. Se metió en la regadera y después de lavarse se quedó en el baño hasta que no oyó ruido. Salió y encontró a Fernando dormido. Al despertar él la había buscado. Ella ya no sentía, no quería volver a mojar la cama, no quería que le volviera a pasar. Él había terminado pronto. Así sería siempre. Ella no volvería a sentir.
En los casi 30 años de viuda nunca deseo a un hombre, se sentía casi incestuosa anhelando a un amigo de la familia, y tomando especial cuidado en su arreglo esta mañana. Arregló su cabello plateado que le llegaba a la barbilla con las puntas para adentro. Se puso un maquillaje ligero, acentuando sus ojos oscuros con un lápiz casi negro. Los labios un tono rosa pálido, muy parecido a su color de labios. Se vistió con un traje negro, con el saco abotonado no necesitaba blusa abajo. Se puso un collar de perlas corto, unos aretes, pegados a los oídos, de perlas con un filo de oro alrededor. ‘Regalo de mi hijo’, no pudo evitar pensar mientras se preparaba para salir con uno de los mejores amigos de éste. Llamó al sitio mientras se ponía los zapatos, se perfumó con una loción que le había traído su hija de algún viaje y no había usado, sintió que el tenue olor a vainilla le quedaba bien. El taxista no tardó en tocar el timbre. Siempre les decía que se bajaran y tocaran el timbre, no le gustaba que le tocaran el claxon.
Abel la estaba esperando cuando llegó. Traía un tweed en colores café y marrón, una camisa beige, sin corbata. Se levantó al verla acercarse a la mesa. Otra vez alcanzó a probar su aliento cuando le dio un beso en la mejilla. Ahora no se había acercado a sus labios, pero ella estaba más pendiente de ese olor.
El menú era de comida mexicana tradicional, el restaurante una casa antigua con patio central. Se sentaron en la terraza y los atendió la dueña, una señora poco más grande que Mercedes con una trenza de cabello blanco, facciones delicadas, que había aprendido a cocinar con su abuela y vestía un huipil. A Mercedes le hizo ilusión encontrar pacholas, hacía mucho que se dejaron de hacer en su casa. No pudo quedarse sin comer una sopa de bolitas de masa. Abel pidió lo mismo divertido de su elección.
Comieron con el recuerdo de comidas pasadas, las favoritas, las menos gustadas, lo que detestaban.
Abel insistió en compartir un flan de la casa y al terminarlo le dijo:
- ¿Me invitas el café en tu casa? Ahí podremos ver mejor los planos.

Empezaban a extender los rollos sobre la mesa del comedor cuando Abel le había dado el primer beso, el café se quedó en las tazas.
Y ahora desnuda frente al espejo ella descubría, con la dirección de Abel, su  cuerpo que le era desconocido. Se vió con los ojos de él, y se gustaba.
Cuando Abel empezó a tocar su vagina, se empezó a mojar, otra vez, como hacía tantos años. Mercedes trató de quitarle la mano.
- Perdón, -dijo avergonzada.
- ¿Perdón de qué?
- Te estoy mojando.
- Espero que lo sigas haciendo,  -contesto, mientras busca su vagina con la boca.

jueves, septiembre 08, 2005

Los libros

- No quiero que vengas, no quiero verte,- grito al celular tomándolo como si fuera un micrófono.
- Sólo te dejo los libros que me pediste, ya los junté, los traigo en el coche.
- Ya no los quiero, quédatelos, o tíralos, haz lo que quieras con ellos.
- Me dijiste que te los regresara, además ya estoy llegando.
Abro la puerta de la calle, y lo veo sacando una caja de la cajuela, pasa junto a mí y me dice:
- Yo los meto, no te preocupes.
Cierro la puerta de la calle tras de él, atravieso el patio en cuatro pasos y abro la puerta del departamento. Le indico donde poner la caja, apenas la deja en el piso me pregunta.
- ¿Puedo pasar a tu baño?
- Ya sabes donde está, -le contesto enojada conmigo, recriminándome el haberlo dejado entrar.
Cuando regresa estoy sacando los libros de la caja y acomodándolos en el librero, sin ningún orden, sólo para entretenerme.
- ¿Te ayudo? -Antes de dejarme contestar, empieza a sacarlos y me los va pasando.
Lo veo un poco de reojo, pienso que no lo reconozco. No sé si el cambio es físico o es un cambio de desamor. Trae el pelo más corto y con la ralla por un lado, me gustaba más con su pelo peinado hacia atrás. Se quitó la barba y la nariz se le ve más grande, los labios más delgados.
Me empieza a hacer preguntas que inicialmente contesto con monosílabos, pero tantos años de cercanía no se acaban fácilmente. Apenas terminamos de sacar los libros me dice:
- ¿Me invitas un trago?
Y sin pensar, me veo en la cocina sirviendo whisky en las rocas para los dos, el suyo con un chorrito de agua. No paramos de hablar, entre los tragos hay palabras de extrañamiento, palabras que traen esperanza: ‘a lo mejor ahora sí se cansó de ella, a lo mejor lo de los libros fue un pretexto, a lo mejor ya la va a dejar’. Ya perdí la cuenta de cuántas veces he ido a la cocina, cuando me dice que él va.
De regreso me da mi vaso desde atrás y se queda parado ahí. Pone sus manos sobre mis hombros, me trato de quitar pero me retiene:
- Déjame, estás muy tensa, -me dice sintiendo las contracturas que ya conoce en mis hombros.
- No quiero.
- Sí quieres.
Me besa el cuello y cierro los ojos mientras mi cabeza me da vueltas por el whisky y el deseo. Me da un segundo beso en el cuello cerca del oído, me llega su olor a madera y sal. “La sal del mar y la madera del barco”, me decía cuando lo husmeaba en el cuello, o entre las piernas. No se puso loción, sabe que las detesto. Es la primera vez desde que nos separamos que no trae loción cuando lo veo. Me convenzo que ha venido para regresar y busco sus labios.
Mientras me los da, su mano busca mi pecho abajo de la blusa. Mi cuerpo reconoce las manos que se acomodan sin esfuerzo. Desabotono el pantalón, busco el cierre y lo bajo. Saco su pene y antes de tocarlo lo huelo. Lo acerco hacia mí apretando sus nalgas. Rozo la punta de su pene con los labios, y da un pequeño brinco, como un saludo. Se mete en mi boca como una víbora que conoce el camino de regreso. Recorro el espacio de la ingle hasta la punta, sacándolo cada vez y volviéndolo a meter. Entre caricias nos vamos desvistiendo el uno al otro.
Se levanta y me toma de la mano para llevarme a la cama. Al llegar se acuesta y yo me pongo encima de él. Han sido demasiados meses y días sin él ya no requiero mucho para venirme. El llega segundos después.

Me deslizo a un lado de él, pongo mi cabeza en su pecho, el coloca sus manos atrás de su cabeza. Siento como se empieza a ir. Me levanto con el pretexto de ir al baño, desde ahí oigo su pregunta.
- ¿Me puedo lavar?
- No, -le digo, me pongo mi bata y cierro la puerta tras de mí.
Camina al baño a pesar de mi negativa y no puede abrir la puerta: le puse el seguro.
Recojo la ropa que ha quedado en la sala. Tomo la mía y la pongo en la ropa sucia. Su camisa la empiezo a hacer bolita entre mis manos.
- ¿Dónde está la llave? –me pregunta mientras insiste en abrir la puerta con un pasador que ha encontrado.- No puedo irme a casa así.
- No me interesa.
- Dame la llave.
- No la tengo.
- ¿Qué haces?- me cuestiona cuando ve que estoy magullando su camisa.
- No te puedes lavar aquí, -le digo y le aviento su camisa. –Vete.
- Entiende, no me puedo ir así, hueles mucho.- Sonrío, nunca me había dado tanto gusto tener un olor penetrante.
Camino hacia mi escritorio y prendo la computadora. Sé que no puede retrasarse más. Oigo que sigue intentando abrir la puerta, luego escucho el ruido de su cinturón. Sale sin decirme una palabra. Apenas cierra la puerta empiezo a buscar la llave del baño. No sé dónde está, pero me río.

miércoles, septiembre 07, 2005

El lobo

Se me olvida que las palabras no vienen sólo del cerebro. No todas, no siempre. Hay palabras que no se pueden razonar, sólo se sienten. Son las palabras que se le escapan al lobo. El lobo que guarda el bosque para que nadie entre, nadie salga. Las palabras del bosque se quedan adentro, las de afuera no entran. Las palabras no sirven para contar, no son las palabras las que cuentan. Las palabras no siempre dicen lo mismo, a veces no dicen nada, otras dicen una y otra cosa, según cuando las lees. Hay palabras que se desgastan. Hay palabras que al repetirse toman forma. Esas son las palabras esenciales. Son las que se escapan cuando el lobo duerme.

martes, septiembre 06, 2005

Nada que hacer

Me he quedado sola de nuevo. Cada vez hago lo mismo. Los corro de mi vida. No quiero ni pensar cómo será el amanecer, frío, y con la cama vacía. Y no me importa. Quiero estar sola. Eso digo cada vez, y también digo ‘ya llegará otro’, y llega, y otra vez se va. No quiero pensar ni sentir, el abandono, el abandono que yo provoco, que yo fabrico con tal exactitud. Lo voy armando, día con día, desde el principio defino el día que se irá y lo hago coincidir, con la exactitud de un reloj. Con la exactitud del tiempo que no existe. Aún así coincide.

Y hoy no hay más allá que este abandono que se abre con la puerta que se cierra. Me invento pretextos: los zapatos muy grandes o muy viejos, el poema inacabado, la pasta que se coció de más, las cobijas que me arrebataba en la noche, la película que no acabamos de ver y que cambiaría mi vida, nuestras vidas. Nuestras vidas que no existen porque no existen juntas, sólo existen separadas.

Cada final es un principio. Cada relación es otra vida. Es una forma de tener más vidas. Quiero vivir esta soledad, disfrutar el respirar sola, el reír sola. Quiero el espacio de toda la cama, la mesa con un solo plato. ¿Para qué? Para volver a empezar, para tener otra vida. Hasta que me canse del silencio diario y de las barreras que voy fabricando. Hasta que me asuste, pensando que no las podré tirar y corra en busca de otro, el que sea, o uno específico. No importa, es lo mismo. Cada uno es especial. Y empezará el acercamiento, comenzará la entrega. La entrega que complica todo. Por eso hay que elegir un día, cercano o lejano, pero fijo, para huir del amor incondicional, para vivir otro amor inconsecuente.

miércoles, agosto 31, 2005

Lo que no queremos ver

Después de leer Tu rostro mañana I: Fiebre y lanza, de Javier Marías, me quedó dando vueltas una frase: “¿Cómo puedo no conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que me mostrarás tan solo cuando no lo espere?”

Estoy convencida de que no vemos lo que no queremos ver. Con todo, me sigue sorprendiendo el descubrir algo inesperado, o peor, ser sujeto (no víctima, no me gusta ser víctima de nada) de una actitud o una acción que no esperaba de alguien querido o cercano. Lo cierto es que podemos no esperar algo, pero en el fondo sabemos de lo que son capaces las personas.

El otro día vi la película “What the Bleep Do We Know” en que contaron una leyenda de cuando las primeras carabelas llegaron a América. Según decían, los nativos no vieron los barcos inicalmente porque nunca habían visto uno y no sabían de su existenecia. El chamán fue el primero en verlos, y los pudo descubrir porque detectó un movimiento extraño en el mar y de ahí los pudo “crear” en su mente. Como él era una figura influyente en la sociedad, pudo transmitir este conocimiento para que todos los pudieran distinguir. Esta leyenda me parece un poco exagerada, pero es cierto que muchas veces no percibimos lo que no estamos preparados para ver o lo que no queremos ver

A todos nos ha pasado el entrar a un lugar y no reparar en un conocido que está enfrente de nosotros, el no ver una escultura que está justo al lado de un cuadro que sí vimos, o nunca haber visto un restaurante o tienda o lo que sea, justo al lado de un local que frecuentamos. Vemos lo que nos interesa, lo que estamos educados para ver. Y esto también sucede cuando interactuamos con personas.

En realidad vemos todo, pero sólo tomamos la parte que queremos o nos conviene. Muchas veces en retrospectiva advertimos actitudes, silencios, temores, miradas, suspiros, que no notamos en el momento, o de los que no quisimos enterarnos.

Quizas no vemos por simple negación (si es que la negación puede ser tan simple). Nos hacemos locos, porque percibimos algo y lo desechamos en el mismo momento. No lo olvidamos, sólo lo escondemos. Y después, cuando algo sucede que no esperábamos, o no queríamos esperar, van apareciendo esos momentos. Distinguimos lo que no observamos, oímos lo que no escuchamos, reconocemos lo que no quisimos saber.

Tal vez el no ver es por no enfrentarnos a situaciones para las que no estamos listos, o porque preferimos extender las relaciones, o simplemente porque tenemos esperanza de que no suceda lo que no queremos que pase.

lunes, agosto 29, 2005

Domingo por la noche

No quiero que termine el fin de semana. Me parece que si me quedo despierta lo puedo prolongar.

sábado, agosto 27, 2005

Hoy estuve en Gandhi

Recorrí los pasillos: mesas y estantes llenos libros de autores de los que jamás he oído. Pienso que para llegar ahí ya tuvieron que pasar tantos filtros, y aún así, muchos no serán leídos. Y aún así tanta gente sigue escribiendo, o debía decir, tantos seguimos escribiendo.

jueves, agosto 25, 2005

El mismo día

Cómo quisiera encontrarte nuevamente, en algún lugar del día. Sé que no andas por los sitios donde yo ando, nos tardamos años en coincidir.

Ahora tu recorres calles de otros países y ves otras montañas. Yo me quedé viendo el mismo cielo contaminado. Cuando vuelvas, si es que vuelves, yo no te estaré esperando, porque no tenemos un futuro, sólo tuvimos un presente, no hubo promesas. Así deben ser las relaciones: sin promesas, sin futuro. Me tardé en darme cuenta.

Y si el tiempo no es lineal como dicen algunos, entonces el presente se repite.

Quiero volverte a ver pero no cualquier día, no existen otros días. Quiero verte el mismo día: no hay futuro, no hubo pasado, sólo ese presente que existe en algún lugar que desconozco.

Y si el tiempo no es lineal es sólo cuestión de encontrar el lugar donde está ese presente.

miércoles, agosto 24, 2005

¿Error de diseño?

Despierto a una mañana de lluvia, después de otra noche de dormir mal. Tengo mucho sueño y no pude dormir más. Traté de arrullarme con la lluvia, concentrarme en el sonido para no pensar en nada. Busqué un lugar fresco para mis pies al mismo tiempo que me acurrucaba en las colchas tibias. Acabé levantándome.

Sigo creyendo que esto de dormir es un mecanismo imperfecto de nuestra constitución. La capacidad de dormir no está relacionada con el cansancio, ni con el sueño, ni con los bostezos. Quien sabe dónde está, tal vez en una parte del cerebro o del inconsciente. Lo cierto es que no tenemos un acceso directo para lograr dormir.

Puedes tener sueño, estar en un lugar agradable y cómodo y no dormir. Puedes estar en un camión o en un piso duro y te duermes. A veces entre más cansado estás menos puedes dormir. Es tan absurdo como decir que entre más hambre tienes, menos puedes comer. Sucede en ocasiones, que cuando tienes mucha hambre comes tan rápido que acabas comiendo poco, pero comes.

Mis peores insomnios son en noches de agotamiento, agotamiento físico o mental, da lo mismo. Es cuando más deseo desconectarme mentalmente o relajarme físicamente, y menos puedo. Me quedo sin moverme, no quiero estirarme a tomar el libro en el buró ni el control remoto para prender la tele. Tengo el cuerpo pesado, me duelen todos los músculos. Acabo con los ojos abiertos viendo la oscuridad y dándole vueltas a los pensamientos.

A veces creo que el insomnio viene de la incapacidad de completar un pensamiento. De tener la cabeza llena de ideas incompletas. Hay noches en las que se forma un conglomerado de ideas y sensaciones. Trato de distinguir una, de asirla, pero no lo logro. Estoy convencida que de conseguirlo, podría dormir, pero en las noches los pensamientos se esfuman, se escurren, tienen una consistencia diferente. Otras noches tengo una idea obsesiva, de la cual no logro salir. Le doy vueltas y vueltas y sigo donde mismo, atorada en un pensamiento sin llegar a nada, hundiéndome en él.

Cuando oigo que somos seres perfectos, con mecanismos que se autorregulan y quien sabe cuántas cosas, pienso que se les olvida que en esto de dormir somos más bien imperfectos: ¿un error de diseño?, ¿una mala broma?, ¿un acto deliberado?

martes, agosto 23, 2005

Zambullida

Mucha gente sabe que escribo, otros no lo saben. Casi nunca dejo que me lean. Al ver estos espacios, blogs, que les llaman, y cómo tantos comparten sus escritos, decidí abrirme uno.

Tiendo a editarme mucho. A veces me edito antes de escribir, de ahí que empecé a hacer sólo "escritura libre". Me sirve para no editarme, pero nunca termino nada. Ahora quiero exigirme el completar escritos, aunque no sea algo que se pueda llamar cuento o ensayo, no importa que no tenga nombre, pero que me exiga terminar.

Recuerdo las tardes después de un día de velear, anclabamos y me tiraba al mar frío, sin pensarlo. Algunas veces traté de bajar por la escalera y sentir el agua fría, de a poquito. No se puede, o por lo menos yo no puedo. Así me tiro ahora: cierro los ojos y me tapo la nariz con la mano. A ver dónde caigo.